Mientras vivía en Francia pude disfrutar de una oferta museística limitada, o debería decir agónica, marcada por el desequilibrio en la financiación a los diferentes actores culturales de mi ciudad, así que me dediqué a mirar hacia otros lados. Así es como aprecié que en mi sector de acogida, la música y artes escénicas, el compromiso con el desarrollo de la comunidad es tan importante como la programación y la venta de entradas y que si hay algo por lo que deberíamos envidiar a los franceses, además de por cierta leyenda urbana que dice que aunque coman pan no engordan, es por sus bibliotecas. En una ciudad como Reims, en la que el tejido cultural beneficia al espectáculo y no a los museos, las bibliotecas cumplen esa función social del museo de la que tanto hemos hablado: no son lugares para ir, sino para estar. Siempre me ha aterrado el aire fantasmagórico de la acción “ir al museo”, por lo que tiene de potencial lugar de paso que, reforzado por la acción de desplazarse por las salas, simplemente se atraviesa. En el caso de las bibliotecas me gusta el hecho de que si vas y las utilizas posiblemente tengas que volver. Puede que no acabes pasando del mostrador de las devoluciones, pero en cualquier caso las posibilidades que ofrece el viaje de retorno son múltiples. Me gustaba mi mediateca de Reims porque jugaba a retenerte y te dejaba hacer tuyo el espacio de todos; te dejaba leer, pero también escuchar discos, ver películas o asistir a múltiples eventos. Te invitaba a estar.
Otra cosa que aprendí de las bibliotecas es que con el sencillo acto de llevar los libros a otros sitios puedes hacer viajar su esencia. No tengo tan claro que pase lo mismo con los museos. El bibliobús es un ejemplo perfecto de aquello de la montaña y Mahoma, en el que la montaña no necesita desintegrarse para volver a recomponerse como quien se teletransporta, sino que es capaz de mantener su razón de ser. Un autobús lleno de libros puede ser una biblioteca, pero dudo mucho que baste con meter una parte de la colección de un museo en un vehículo para poder llamarlo museo. Ahora que los museos son conceptos cambiantes y a veces confusos que no necesitan el objeto como elemento definitorio, tiene mucho de fascinante el hecho de que el libro siga siendo la unidad básica que da sentido a cualquier biblioteca.
Me pregunto cuáles son los equivalentes al bibliobús en el ámbito de los museos. La exposición itinerante me parece una posibilidad incompleta y, pese a su incuestionable valor, dudo mucho que represente la mejor manera de transportar la esencia del museo. Las maletas didácticas son una muy buena manera de hacer viajar los contenidos del museo, pero tampoco tengo claro que puedan competir con la eficiencia del bibliobús. Con respecto a los museobuses, que los hay, tengo que decir que nunca he visitado ninguno, así que desconozco si realmente funcionan o si se limitan a ser exposiciones itinerantes que viajan en su propia cajita.
Posiblemente lo más preciso en materia de contenidos y valores sea el papel que juegan las páginas web y apps de museos, no en vano, nunca se habla de ellas sin mencionar la idea del “museo fuera del museo”. Sin embargo, pese a las ventajas en términos de inmediatez, siento que el componente experiencial sigue dependiendo en gran medida del espacio. Puede que suene muy conservador, pero mi definición de museo ideal como lugar en el que uno quiere estar y hacer está aún connotada por la existencia de un espacio físico.
Quizás la mejor manera de llevar el museo más allá del museo sea convertir a los ciudadanos en embajadores, haciendo que sean ellos mismos los que reproduzcan su misión en diferentes lugares y contextos. Imagino un programa de voluntariado que fomentara la creación de eventos y grupos de trabajo fuera del museo por parte de la comunidad, contribuyendo a crear sedes conceptuales de la institución en diferentes áreas de la ciudad. Hay mucho de empoderamiento en el hecho de representar a una institución prestigiosa y las ventajas de crear redes externas de conocimiento y acción son evidentes para el enriquecimiento del museo. Eso sí, desarrollar un programa de este tipo implicaría cierta pérdida de control por parte de la institución, lo que podría ser muy sano siempre y cuando se contara con herramientas y tiempo para recoger el feedback periódico de los grupos de trabajo. Es en ese camino de ida y vuelta donde se construye el tejido que da sentido al museo, como si la montaña y Mahoma estuvieran llamados a visitarse una y otra vez.
Hablas del equivalente del bibliobús en el ámbito de los museos, esto me ha hecho recordar la Temporäre Kunsthalle de Berlín situada enfrente del Altes Museum y la Berliner Dom. Una estructura arquitectónica temporal que estuvo abierta durante dos años con exposiciones de artistas relevantes de la escena internacional contemporánea, conciertos, conferencias…Evidentemente estamos ante un espacio de gran envergadura y que aunque se pueda trasladar no es tan fácil cómo mover un autobús o una maleta. Pero esto también hace que nos planteemos cuestiones sobre las grandes arquitecturas museísticas y sus costes ¿son necesarios? ¿qué simbolizan?
¡Gracias por tu comentario, Sandra!
¿Tenía la Temporäre Kunsthalle alguna vinculación con una institución madre o era un concepto independiente? Las posibilidades de los museos pop-up son inmensas. También hay muchos centros que cuentan con una existencia efímera a la espera de inaugurar un contenedor «definitivo», lo que no siempre es mejor. Hace unos meses conocí la programación de verano de New Holland, en San Petersburgo, un proyecto muy interesante que, en mi opinión, corre el riesgo de enfriarse con la llegada de la gran inversión urbanística… http://www.newhollandsp.ru/en/blog13/
La Temporäre Kunsthalle era un espacio independiente. La idea de su creación surgió a partir de una exposición en el ahora demolido Palacio de la República, situado muy cerca de la Temporäre Kunsthalle. El edificio y su programa se financió con fondos privados pero con el apoyo del ayuntamiento de la ciudad.